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“EL EFECTO MARIPOSA"
(o POR QUÉ EL ÚNICO LÍMITE DEL RECORDAR,
ES QUE RECORDAR NO TIENE LÍMITES)
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Tengo para mí, que en un psicoanálisis no cuenta la mayor o menor cantidad de información o saberes que un paciente porte. Lo único que cuenta es qué combinatorias realiza con lo que nos dice y cómo nos incluye en ellas, aunque los vocablos que utilice se reduzcan a apenas dos. Con dos rectas hay gentes que han creado un mundo, y su infinito.
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Ewan, el memorioso, en su caballo
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Ewan echa mano a su capacidad de recordar una y otra vez los sucesos traumáticos de su historia. Su aventura es penosa pero su bandera invita al esfuerzo: cambiar este presente, modificando el pasado. Corría el 2004 y este relato se conoció en los cines como “El efecto mariposa”.
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Mientras el protagonista recordaba, el espectador, identificado al ritmo de sus recuerdos, se topaba una y otra vez con el límite de ciertas lagunas mnémicas. En la pasión humana por habitar la tranquilidad del significado y la consistencia de las cosas, la imaginación del público podía cerrar cada vez las grietas abiertas por los renuncios de la memoria. La misma sutura que Ewan operaba en cada “volver a recordar” re-combinando las mismas piezas gastadas de los recuerdos: personajes, ciertas palabras (como “hermandad” o “herida”), algunos episodios (por caso: el de un niño tomando un filoso cuchillo con la mirada extraviada).
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El film en cuestión bien podría haberse llamado “El efecto Kuleshov”. Término con el que los cinéfilos recuerdan a aquel montajista sin el que el cine de Eisenstein no hubiera sido el que fue. O acaso, mejor, “El fracaso de un montaje exitoso”: En cada nueva producción de significado del recordar de Ewan (que de eso se trató el montaje cinematográfico desde siempre: lo que se produce con la combinatoria de signos), lo que fracasa es la homeostasis perseguida.
A diferencia del Funes de Borges, por sus lagunas sabemos que Ewan no ha “caído del caballo”. Tampoco cierto modo de espectador, quien persiste en la arrogancia de creer que “esto se resuelve recordando como es debido”. Esa creencia divulgada de que el recuerdo, cuando se ejerce convenientemente, acaso con ayuda de un psicoanalista, habrá de devolvernos a no sé qué armonía, perdida por causa de un trauma intolerable para el sistema de la conciencia.
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No me anima en este rumbo una crítica estética. El diálogo con “El efecto mariposa” no es sin este comentario hallado en un foro de debate entre espectadores, de los tantos, que tuvo el film de Bress y Mackye Gruber: “esta película me ha dejado pensando. Por cierto, todos sabemos que lo que nos pasa en la infancia nos determina como adultos”. .
Pero la obra no sólo articula cierta idea que parece bastante instalada en el consenso social respecto de lo que supuestamente nos enseñaría la experiencia psicoanalítica (la teoría freudiana del trauma que desarrollos posteriores del mismo padre del psicoanálisis echara por tierra).
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También, en el hacer de sus realizadores, se pone en juego una combinatoria que acaso opere más allá de la voluntad de los mismos.
Bress y Mackye Gruber dijeron en un reportaje: “desde que escribimos la historia nos dimos cuenta de que no podía terminar bien, pero tampoco queríamos ser muy oscuros, así que un día decidimos que filmaríamos cinco finales diferentes”.
Voy a equivocar lo que en esta frase pareciera inequívoco: ¿y si “terminar bien” no aludiera a un final “oscuro o luminoso” sino al impasse que implica encontrar “la versión final de la memoria”?.
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Teniendo en cuenta que los cuatro finales que se supone que quedaron afuera de la película exhibida reingresaron a través del DVD con que se comercializó el film, esa relación entre un final y cinco, lejos de representar no sé qué problema de técnica dramática respecto del cierre narrativo, acaso nos plantee que “cinco” representa ante “uno” lo siguiente: que la expresión “terminar bien” no logra atrapar lo que pretende nombrar. Como en una suerte de cazador cazado, los autores fueron tomados por su propio juego: ¿cuándo se termina de recordar?; ¿cuándo estamos ante el último recuerdo?; ¿cómo es que, tantas veces verificable a lo largo de un análisis, hay algo del recordar que parece que fugara al infinito (lo que ha parecido, al fin, “la versión definitiva” de la historia familiar, sufre un nuevo cambio: “acaso mi padre no lo haya hecho por bueno, como concluí ayer, sino por interesado…”)?. Cinco finales: la misma deriva de Ewan poseyendo a sus creadores. Pero…
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El único límite del recordar
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La persistencia memoriosa de Ewan bien podría ser cargada, al modo en que lo hace la posición neurótica en un análisis, a cuenta de la impotencia: “es posible, sólo que yo aún no he podido, articular con palabras y sin resto, Eso que en mí se agita”.
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Pero también, y éste es el punto crucial en el que se juega el recordar durante una psicoanálisis, a cuenta de una imposibilidad. La misma que Borges nombra en “El idioma analítico de John Wilkins” citando a Chesterton:
“ ‘El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de una selva otoñal... Cree, sin embargo, que esos tintes, en todas sus fusiones y conversiones, son representables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos. Cree que del interior de un bolsista salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo’” (el subrayado es mío).
Esa imposibilidad está en la raíz de lo que nos pone a hablar en un análisis: la brecha irreductible entre el cuerpo y las palabras. Entre un cuerpo que no es sin palabras, y palabras que no son sin lo que en el cuerpo se agita. He allí el trauma que está en cuestión en un análisis. Un trauma que no se ubica en el nivel de la biografía (aunque se articule en los relatos que de ella se hacen), sino en la insuficiencia de lo simbólico para nombrar el deseo.
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Definitivamente: no es lo mismo ubicar el resorte traumático en el encuentro con padres como los que aparecen en los recuerdos de Ewan, que localizarlo en el encuentro con algo que no cesa de no inscribirse cuando se intenta nombrar el deseo de esos padres. Ubicar el trauma en esta imposibilidad frente a la significación del deseo conlleva una orientación radicalmente diferente en la escucha que se hace del recordar y su deriva.
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Deriva
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En “El efecto mariposa”, a medida que se suceden las versiones de la memoria, los mismos recuerdos que al principio se presentan como plenos de significado se revelan como meros signos vaciados de sentido, al servicio de un montaje que es el que determina lo que ellos significarán.
Esa deriva está motorizada por el fracaso del que habla en el intento de representar la verdad de lo que en él se agita. Y sólo puede detenerse mediando una operación de cierre que transforme esa cadena discreta de recuerdos en un conjunto articulado de signos. Ese cierre sucede por vía de la exclusión de un elemento de la cadena. En términos lógicos hasta el momento de esa operación, aquél ha funcionado como uno más entre tantos otros, todos elementos discretos que fracasan en el intento de representar lo que en el que habla se agita, o, al decir de Borges, todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo.
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Pero en el preciso momento en que uno de esos elementos, cualquiera de ellos, es ubicado en el lugar de aquél que viene a representar, no ya lo que en el que habla se agita, sino el fracaso de la representación, el resto pasa a ser un conjunto: el de todos los elementos que están al servicio de la memoria. La exclusión de ese elemento, ahora diferencial, le da consistencia de conjunto de recuerdos. Y con ello, una homeostasis, acaso siempre pronta a estallar, que sólo se sostendrá a condición de mantener excluido a ese elemento diferencial. No hay en esta lógica otra cosa que la misma que ubicara Marx en el inicio del libro I de “El capital”, cuando abordara la formación del valor, ubicando al dinero como ese elemento diferencial.
Quien haya visto “El efecto mariposa” tendrá presente cómo es que Ewan cesa en sus constantes intentos de “recordar bien”: es cuando decide excluir de su memoria una de las piezas. Es cuando decide excluir a su amada, la rubia Kayleigh, de sus recuerdos.
Lo que no deberíamos perder de vista, lo que en definitiva constituye la brújula para escuchar la lógica estructural del recordar en el marco de un psicoanálisis, es que en su exclusión el elemento “Kayleigh” articula una verdad que grita en la memoria: el único límite del recordar es que el recordar no tiene límites.
Lic Guillermo Cabado
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