"El sueño se hace a mano y sin permiso
arando el porvenir con viejos bueyes"
(Silvio Rodríguez)
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En la puerta del café-librería un cartel dice: "Herencia pa'un hijo gaucho (con Marcello Mastroiani y Massimo Troisi)". Son los inicios de los 90' y también los primeros años de su profesión. Ama esa película que tiene pronta en la videocasetera. Habrá unas quince personas, más que otras veces, menos que en algunas. Y ahí va.
Play - stop - forward - play. La video los va llevando por algunas escenas de la película "¿Qué hora es?", de Ettore Scola. En el televisor están Marcello y Massimo. Siempre dispuestos a actuar para su taller, eternos como Roma, listos a recrear otro diálogo maravilloso entre un padre que ofrece y ofrece y un hijo que no sabe dónde ponerse en tales circunstancias.
La gente participa. Opina. "Yo no haría eso", "sin embargo yo creo que...". El hace algunas puntuaciones a partir de lo que dicen y ya: otra vez play.
Entonces allí va Mastroiani buscando una vez más al hijo. Pero no hay caso, lo halla pero no lo encuentra. Y se lo reprocha. Y Troisi: "pero papá, ¿che cosa dice?, si acá estoy...¿qué más querés?...". Y el padre: "ma, no, grandísimo... quiero saber qué es lo que querés vos, hijo...No te gusta el auto que te compré, no querés ser abogado como yo...Muy bien, lo acepto...Aunque... luego pensé: a vos te gustaba escribir...". Y allí va Marcello, ya lo ha planeado todo por el hijo: un master en Letras en América, un estudio bien puesto, el éxito que pronto vendrá de ese escritor que lleva su mismo apellido... "Pero papá, io...una vez dije que me gustaba escribir, ma... ¡se dicen tantas cosas!.".
No son muchas escenas, las suficientes para estimular a los presentes a pensarse como padres tratando de transmitir a sus hijos. O como hijos. O como cualquier mortal que se enreda en los círculos infernales de la demanda. El coordinador aprieta una vez más el control remoto y ya están en los finales del film. Marcello y Massimo vuelven a tomar vida, ahora en un bar de pescadores. Es el terreno de Massimo, y uno cae en la analogía fácil: allí el joven se mueve como pez en el agua. En cambio el padre se siente cada vez más extraño. El muchacho tiene sus amigos, su mundo, allí en Civitavechia, un pueblito tan cerca y tan lejos del universo romano de su papá abogado. Pero aún no ha terminado el día y el tabernero le sirve una grappa: "¿sabe, doctor?, su hijo dice que algún día realizará su sueño: irse a Islandia...".
"¡¿A Islandia?!...ma...qué cosa dice...¿Islandia?...¿de dónde sacó eso mi hijo?". El parroquiano, inocente, no sabe que está por dar la clave invisible de la película: "sí, su hijo dice que cuando niño usted le contó cierta vez un cuento sobre Islandia".
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El coordinador detiene la escena en el rostro perplejo de un Mastroiani cansado por un largo día de visita , pero vencido por el absurdo. Tanto esfuerzo, tantas ofertas criteriosas, tantas facilidades ofrecidas, de ésas que él no tuvo. Y nada es recibido por el hijo. Se superponen las opiniones de los presentes, sin dudas identificados con la temática. El coodinador de repente interviene: "sin embargo no es cierto que el hijo nada tome de él, vean: 'Islandia', un pedacito de madera de un viejo barco que fue del padre al hijo en una noche de vaya a saber cuándo".
Se desatan otra vez las opiniones, las palabras se hacen marea y la nave va. De pronto es el coordinador el que está hablando. Está por decir que el título del taller; que fue una ocurrencia; que le resultó simpático jugar con el cocoliche de gauchos e italianos; que fue una mínima provocación para convocar (es que estas cosas entre humanos suceden aquí y pero allá también...). Sin embargo la mente se le clava en el título, como si una mano invisible hubiese apretado el botón de pausa en su propia mente. En meses de hacer el taller nunca había reparado en esto que se acaba de abrir camino en su memoria: hace tiempo, mucho tiempo, poco antes de que su propio padre muriera sorpresivamente, éste le había hecho uno de esos regalos que el homenajeado nunca elegiría por las suyas. Era un disco, por aquel entonces un plomo que apenas había podido aguantar un rato. Recitaba Larralde y se llamaba "Herencia pa'un hijo gaucho".
Los ojos se le llenan de lágrimas (quizás algún resto de vinilo, o a lo mejor...). La gente sigue hablando, pero el coordinador ya no está; tal vez vuelva para el cierre. Uno nunca sabe.
Guillermo Cabado
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